Israel contra Palestina y viceversa

Por: César Indiano

Si nos remitiéramos únicamente a los argumentos bíblicos para justificar las acciones desmedidas de los judíos contra los palestinos, entonces, los primeros estarían en todo su derecho de arrasar a sus enemigos hasta el exterminio.

Esto más, si interpretásemos los eventos recientes en Gaza como parte de una agenda escatológica que debe cumplirse al pie de la letra por razones proféticas, hasta diríamos que todo cuanto sucede está bien, pues, para los creyentes más agobiados, este mundo ya está listo y servido, es decir, es preferible que venga la Gran Tribulación porque la humanidad ya llenó la medida y Dios ya tiene en sus manos dos bombas atómicas de 100,000 kilotones para lanzarlas con ira sobre la Sodoma de Occidente y sobre la Gomorra de Oriente.

Ahora bien, mientras se verifican los designios del cielo los cuales podrían cumplirse hoy o dentro de un millón de años, la humanidad debe abordar los asuntos de Gaza y Jerusalén como si fueran políticos. Esto implica que los judíos deben admitir que el Estado de Israel es una invención contemporánea de las naciones poderosas, especialmente de los Estados Unidos, Inglaterra y la antigua Unión Soviética, tras el fin de la segunda guerra mundial en 1945.

Sólo en los comienzos del siglo XX, después de deambular por Europa durante casi dos mil años, los judíos entendieron que si no se apropiaban de un pedazo de tierra jamás encontrarían la paz y el sosiego de una patria propia. Como los gitanos, estaban a un paso de convertirse en una etnia de vagos. Tan desesperados estaban por comprar un solar en el globo terráqueo, que inclusive llegaron a considerar a Uganda y a Argentina como posibles destinos para su proyecto de nación.

Pero, tras meditarlo a fondo, concluyeron que ubicar judíos en Uganda sería tan absurdo poner jirafas en Alaska o como sembrar tulipanes en Yakutia. Así que volvieron a la idea original, la que fue planteada por Theodor Herzl en los años finales del siglo XIX cuando surgió el sionismo – organismo político antirreligioso – para colonizar Palestina a través del envío progresivo de pequeñas unidades agrícolas integradas por “judíos pioneros” que estuvieran dispuestos a emigrar y a comprar pequeños páramos desérticos para sembrar olivas, naranjas e higos.

El primer contingente arribó a Palestina en 1909, pero, para 1919, ya la población de colonos judíos había llegado a 70 mil. Durante los primeros 48 años del siglo XX los palestinos nativos no se opusieron a las crecientes olas migratorias porque no las consideraban peligrosas, al final de cuentas, los nativos árabes de Palestina – 700,000 mil en total según el censo británico de 1919 – nunca habían conocido la soberanía de un Estado Nacional y jamás habían logrado sacudirse del dominio imperial, especialmente de los otomanos y los británicos.

El minucioso proyecto de apropiación de Palestina que hasta 1935 consistió en ir comprando tierras baldías y tiendas diezmadas (u abandonadas), mostró una notable aceleración a partir de 1932, cuando Hitler apareció en la escena política germana y comenzó a perseguir a la poderosa colonia judía de Alemania y Austria.

Únicamente cuando la cascada migratoria se engrosó, los líderes palestinos reaccionaron forjando lo que después fue denominado el Alto Comité Árabe y diríamos que lo hicieron de forma tardía y torpe, porque, las olas migratorias judías de los años críticos ya no estaban compuestas únicamente por peregrinos socialistas que venían a organizar kibutz y a leer la Torá.

Ahora, con el plan de limpieza desatado a partir de 1933 por los alemanes en Europa, los industriales y los banqueros de origen judío estaban dispuestos a pagar cualquier cifra por un pasaporte, por un boleto de tren, por una visa o por cualquier salvoconducto que los librara del exterminio. Hacia 1940 – dentro de la propia Palestina – ya Ben Gurión se había destapado como un brillante líder militar cuya misión era gestionar el nuevo Estado de Israel, haciendo volar por los aires lo que quedaba de la antigua nación que los albergaba.

No debemos olvidar que los países aliados –los vencedores de la segunda guerra mundial – jamás abrieron las puertas de sus casas para darles acogida a los judíos. Aunque los hallaron al borde de la desaparición en horrendas ergástulas y cámaras de gas, los americanos, los rusos y los ingleses, no se apiadaron de ellos. Sólo los utilizaron para hacer propaganda política a través de filmaciones dantescas. Al término de la guerra la urgencia de los aliados era repartir los botines de la guerra, descuartizar a Alemania y buscar alguna isla remota, en los confines del mundo, para reubicar a los judíos supervivientes.

Pero en 1945 – tras el fin de la segunda guerra mundial – ya los judíos habían perdido los pudores dentro de Palestina y cada vez con menos disimulo se declaraban soberanos de las tierras, los bienes y las tradiciones de la nación ocupada. Los principales líderes judíos eran colectivistas bastantes afines a los soviéticos, así que, más por motivos de preservación política que por devociones religiosas, comenzaron a organizar un ejército y a hacer lobby en todas las naciones para conseguir – vía resolución de la ONU – la implantación legítima de un Estado; el hoy controvertido Estado de Israel.

Lo demás es historia e ironía. En 1948, tras la declaración del Estado de Israel en el primer acto cívico presidido por Ben Gurion, los países árabes en alianza con el incipiente Ejército de Liberación de Palestina, decidieron intervenir con el propósito de destruir, ipso facto, el recién nacido Estado de Israel. Las hostilidades revelaron rápidamente el poderío táctico militar de los judíos, que se habían preparado con debida antelación para defender su causa nacional de los predecibles contraataques.

Desde 1948 Israel ha ganado por palizas todas las guerras y batallas que sus enemigos árabes han emprendido en una disputa etnográfica que parece no tener final. Las explicaciones teológicas y religiosas de todo este embrollo son vastas, tan vastas que resulta imposible llegar a un acuerdo por esa vía. Pero viéndolo simplemente como política real, aquí vemos el ejemplo de cómo una nación sin hogar se aferra a su existencia con garras y colmillos, así tenga que pasar por encima de una alfombra de cadáveres.

Con la proeza de los israelitas hemos comprobado que la política es maquiavélica. Las naciones poderosas se quitaron de encima “los cargos de conciencia” de no dar acogida a los judíos, pero, al mismo tiempo, establecieron con ellos un puente de oro para que ningún negocio industrial y bancario se viniera a pique por desafectos raciales y religiosos. Los judíos ricos residentes de las naciones poderosas – con excepción de Henry Ford, patrocinador de “Los protocolos de los sabios de Sion” – financiaron con creces el proceso de colonización más brutal que vimos en el siglo XX, a cambio de pagar el derecho a piso dentro de los Estados Unidos, Francia, Rusia y el Reino Unido.

Aun para los mismos alemanes (que hoy siguen nadando en una letrina de recriminación), era preferible financiar una Superpotencia Militar Israelita en los polvorientos dominios de Palestina, que tener judíos en casa y soportar su incómoda presencia. Los políticos israelitas han seguido al pie de letra la doctrina de Ben Gurion: “No es Dios quien nos sostiene, sino, dos cosas tangibles, el dinero y los misiles”.  Las tres divinas personas de Ben Gurion eran el Haganá, el Palmaj y el Irgún, unidades militares mortíferas, entrenadas para la guerra, el ataque y la defensa.

Aunque no sea verdad, los grandes hitos de la ciencia, el arte y la tecnología modernas, hoy son logros sublimes de los judíos. A través de infalibles tácticas culturales, diplomáticas y mediáticas se han propuesto revertir el mal concepto que Dios tiene de ellos y desvanecer – de una vez por todas – la mala fama que los esparció por el mundo desde que mataron a Jesucristo.

Concluyamos; de entre todas las etnias descendientes de Abraham, Dios eligió a la peor – la más incrédula, la más rebelde y la más testaruda – para darnos la única lección que uno puede aprender de todo este barullo: los judíos – porque son el pueblo elegido – tienen el  permiso y la potestad divina de arrancarles los prepucios a todos los filisteos, árabes y gentiles que se les pongan enfrente; pero sólo Dios, únicamente Dios, tiene el derecho legítimo de hundirlos para siempre en las llamas eternas de un lago de fuego: en un día y en una hora que no está al alcance de ningún entendimiento. César Indiano.